Mi padre tenía un reloj de bolsillo que sólo funcionaba algunos días. No quería usar otro reloj y el pobre llegaba tarde a todas partes. Ningún relojero pudo arreglarlo, pero él persistía aferrado a su amuleto destartalado. Se pasaba el día mirándolo, por si resucitaba en cualquier momento. Un día se le cayó por una alcantarilla y no pudo recuperarlo. Tuvo que comprar uno nuevo. No dijo nada. Ni se lamentó, pero desde entonces llega puntual a todos sitios. Perder es renovar.